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Cuarenta minutos

Estos días se ha publicitado un proyecto de investigación en el que se especula con la posibilidad de detectar un ataque de migraña cuarenta minutos antes de que aparezca el dolor. Ello permitiría, según los investigadores, tomar el calmante de inmediato y así abortar el proceso en sus inicios, con mayor garantía de éxito.

El padeciente llevaría un sistema de sensores similar al que llevan los deportistas para monitorizar sus variables mientras desarrollan el esfuerzo. Los datos que cumplan con el criterio “peligro, migraña a la vista”, transmitirían la señal al móvil del paciente alertándole de que la migraña se está gestando. Las variables sensadas serían pulso, sudoración, temperatura. Es decir, cambios que se corresponden con la activación del sistema nervioso autónomo (adrenalina, para entendernos).

De momento, no es más que un proyecto que busca correlaciones entre las variables monitorizadas y la aparición de las crisis. Dicen que han dado con las correlaciones y sostienen que ya han conseguido predecir la aparición de dolor. Queda pendiente comprobar si el calmante super-precoz consigue reducir el número de crisis.

La hipótesis de trabajo sostiene que la migraña se inicia con la activación de una alerta y la liberación consiguiente de adrenalina.

Se supone que esos cambios tendrían algún patrón específico en el caso de la migraña, ya que la alerta puede surgir por múltiples motivos y expresarse a través de cambios en la sudoración, frecuencia cardíaca y temperatura cutánea. La alarma podría saltar de modo inespecífico. Incluso, se puede especular que el llevar el artilugio facilita su disparo por hipervigilancia.

Imagino que todo eso estará suficientemente ponderado y que ya han dado con el patrón específico migrañoso de la alerta adrenalínica.

En definitiva: el diagnóstico precoz y el remedio inmediato. Una propuesta intuitivamente válida pero cuestionable.

No soy partidario de sensibilizar la vigilancia ni de utilizar el calmante precoz. En los cursos, defendemos lo contrario: si el problema reside en una alerta infundada, lo que procede es desatender la alerta y desviar la atención hacia la tarea en curso, despreciando el requerimiento de un cerebro sensible que ve amenaza en escenarios absolutamente inofensivos.

Si un sistema de alarma modifica su sensibilidad cuando olfatea “robo” y los efectos de ese temor pueden ser sensados antes de que suene la alarma (dolor), permitiendo así al propietario ponerse unos tapones para minimizar el volumen recibido, esa acción no debería modificar la valoración de amenaza de robo. Estaríamos ante un sistema kafkiano:

  1. El sistema predice (teme) robo. El estado vigilante sensible genera variables que pueden ser sensadas en el edificio.
  2. La detección de esas variables genera un aviso al usuario de que en unos cuarenta minutos sonará la alarma.
  3. El usuario se colocará unos tapones preventivos para no oirla.
  4. El sistema se relaja tras conocer que el usuario se ha colocado los tapones.
  5. Se relaja la tensión de la predicción y no se activa la alarma.
  6. Los tapones han eliminado la amenaza.

Sé que el razonamiento suena ridículo y que no puede ser que el organismo actúe de una manera tan absurda.

Créaselo. El sistema neuroinmune nos defiende desde la lógica del miedo, de la incertidumbre y desde la instrucción experta de la vigilancia sensible.

El sistema debe aprender a vigilar y activar la alerta. El aprendizaje genera errores, falsos positivos y falsos negativos.

No pasa nada… si el error se detecta y corrige.

Sí pasa si se produce el sesgo de confirmación del error: “ha sonado la alarma, luego había peligro”.

En mi opinión, el artilugio favorece la alerta y el sesgo de confirmación. Pero, previsiblemente, se beneficiará en ocasiones del consiguiente efecto placebo que, irremediablemente, traerá de la mano el efecto contrario del nocebo.

Los cuarenta minutos son cruciales, dicen.

Nosotros seguiremos con la educación en Biología, tratando de desarmar todo el tinglado del despropósito migrañoso.