Tocar un instrumento se expresa en otros idiomas como “jugar” (con) el instrumento (play, jouer).
Cuando se trabaja una partitura se juega con ella. Se analiza, se interioriza y visualiza el movimiento de las manos desde una relajación completa corporal, que permita el juego libre de las articulaciones, antes de proceder a la ejecución. Hay que eliminar el miedo al error como referencia, dejar que fluya la emoción musical.
Con el dolor sucede lo mismo. Una vez descartado un daño que justifique la protección de la zona dañada mientras se repara, hay que jugar (con) el dolor: relajar la zona doliente, interiorizarla libre, articulada, flexible. Hay que imaginar el movimiento, dirigido hacia el objetivo. No hay que poner el foco de atención en el dolor sino en la acción, es decir, en la relación con ese objetivo.
Un buen juego de ejecución instrumental da como resultado una música aceptable.
Un buen juego con la acción da como resultado una función aceptable e indolora, sin desafinaciones.
El objetivo no es eliminar el dolor, evitar el fallo, sino conseguir la acción solicitada. Para ello hay que trabajar todos los componentes de esa acción y crear las mejores condiciones para una ejecución tranquila, controlada, desde ese trabajo previo.
No tiene sentido pensar que no va a doler. Tampoco lo tiene el concentrarse en que no vamos a fallar en la ejecución. Probablemente suceda lo contrario: fallaremos. El miedo al dolor es equivalente al miedo al fallo.
Al inicio del juego es lógico que aparezcan errores pues las memorias están contaminadas por episodios previos. No pasa nada. El juego está para corregir esos errores, utilizando las herramientas a nuestra disposición: relajación, interiorización, imaginación y aplicación práctica.
Cada acción es una ejecución con un lastre variable de miedo y expectativas.
La conectividad neuronal admite cambios pero no basta con expresar angustiadamente un deseo y el correspondiente temor al fracaso. Se necesita un trabajo, el juego.
El dolor trae de la mano la restricción y penalización del movimiento. Si aceptamos esa limitación estamos colaborando con la evaluación de amenaza que lo alimenta.
Hay que disolver el corsé muscular que protege una zona evaluada erróneamente como amenazada. El corsé se quita con la acción, el juego.
En una crisis de migraña un mínimo movimiento de cabeza intensifica el dolor. Lo lógico parece evitar el movimiento pero lo deseable sería lo contrario: recuperarlo desde el juego, desde la aplicación del conocimiento.
El dolor emerge de un estado de conectividad viciado, equivocado. Hay que practicar la dirección contraria. Ello exige desaprender los caminos cognitivos, emocionales y conductuales que han consolidado esa conectividad.
Hay que jugar a no tener dolor.
No basta con desearlo y necesitarlo.
No tenga miedo, juegue.