El dolor es un output, una respuesta, una conclusión, la resultante de la evaluación integrada de multiples areas neuronales.
En cada instante, lugar y circunstancia, la red neuronal integra contenidos sensoriales actuales y contenidos de memoria predictiva: realidad físico-química captada por receptores sensoriales y predicciones que anticipan desde las expectativas y creencias de cada cual lo que esa realidad pudiera ofrecer.
El miedo es libre y saludable si no sale de unas casillas razonables. El miedo es alienante si desborda los límites del sentido común.
El dolor es saludable si responde a una situacion actual de daño consumado o inminente. El dolor es alienante si surge de un estado evaluativo de peligro hipersensible en el que cualquier variable inofensiva enciende la alerta.
El dolor no confirma necesariamente la realidad imaginada. Si después de un sorbito de champán surge una crisis de migraña, sólo podemos concluir que la incidencia del sorbito ha activado la alarma, no que el champán, por obra y gracia de sus moléculas, ha liberado una supuesta química doliente. El cerebro que proyecta dolor de cabeza tras el sorbito es un cerebro que teme los efectos del champan sobre la cabeza.
– El champan me sienta fatal. Me encanta pero basta un sorbito para que tenga una migraña horrible.
– Ya sabe lo que debe hacer. Evítelo.
No hay receptores especiales, exclusivos, en las neuronas del trigémino (el nervio que vigila la cabeza) sensibles a las moléculas del champan. Si el champan contuviera algún peligro el dolor tendría la misma probabilidad de aparecer en los codos, por ejemplo.
La sensibilizacion al champan es la consecuencia de un error evaluativo. El miedo neuronal es absurdo.
Podemos proponer la vía de la evitación y consolidar el error o ensayar la habituación, la tolerancia a lo inofensivo.
Desactivar la sensibilizacion, es decir, tolerar, no resulta fácil. El miedo cerebral a los efectos del champan consigue la complicidad del individuo con el dolor.
– Le he cogido miedo al champan
Los miedos cerebrales se expresan en la conciencia con percepciones variables. El dolor es una de ellas. Para ser eficaces, las percepciones deben contener la cualidad de la persuasión. La sed debe incitar a la búsqueda de agua, el hambre a la de comida y el dolor a la retracción y el refugio.
Ni el hambre ni la sed ni el dolor informan, necesariamente, de la situación real de los tejidos, de sus necesidades actuales. En ausencia de daño actual relevante informan de los contenidos imaginativos actuales, del temor a lo que pudiera suceder, por más improbable que sea.
– YO sólo sé que me duele. Ya sé que no tengo nada pero me duele
– No es cierto. Tiene un cerebro alarmista, equivocado. Debe hacer algo.
No somos los dueños de las acciones cerebrales. No podemos quitar ni poner dolor, hambre y sed a nuestro antojo. Podemos evitar incidencias de daño violento y procurar alimento y agua, evitándonos así el dolor, hambre y sed saludables, justificados. También podemos controlar los miedos cerebrales aportando información, marcos de interpretación que ayuden al cerebro a desactivar el miedo enfermizo.
El ciudadano está instruido en la convicción de que el sorbito de champan explica el dolor si hay una secuencia repetida de “si tomo champan, luego me duele”, luego…
El ciudadano no está instruido en la otra interpretación, la del cerebro que evalua patológicamente, el que penaliza lo banal porque trabaja desde el estado hipersensible del miedo descontrolado.
El dolor es una opinión, una decisión, una acción, un output, una prevención.
No duelen los músculos, los huesos, las articulaciones, la piel ni el estómago. Sólo duele, “duelea”, el cerebro, cuando valora riesgo. A veces la acción de doler es correcta. Otras muchas, no.
Las decisiones erróneas no mejoran con terapias, sean fármacos, agujas, hierbas o masajes.
– Bien. Deme algo para corregir el error.
– Le explico…
– Eso no me sirve. No es una solución.