Nos movemos porque tenemos neuronas. Somos una especie sin un entorno fijo predeterminado. Homo sapiens (ma non troppo) ha seleccionado a lo largo de la evolución la estrategia del todo terreno. Está dotado para apañárselas en cualquier hábitat, para soportar fríos y calores, secarrales y pantanos, alimentarse con la dieta que el medio aporte, con lo que toque, sean raíces, fruta, insectos o carroña.
El sistema de recompensa gestiona el culo inquieto humano pro-moviendo conductas exploratorias, gratificando esfuerzos y privaciones. Si la naturaleza no tiene nada que ofrecer, tira del programa de la hibernación, proyectando desánimo, dolorimiento, modorra, cansancio, pensamiento rumiativo catastrofista. No hay que despilfarrar las energías almacenadas que han resultado caras y arriesgadas… allá en los tiempos de la sabana con leones y con competidores de otras tribus.
Los tiempos han cambiado. La sabana de antaño y la ciudad de hogaño no tienen nada en común. Ya no hay árboles frutales sino fruterías. La carne difícil de la caza está a nuestro alcance en cualquier carnicería. No hace falta protegerse de las abejas para ponerse la miel en los labios.
El sistema de recompensa ya no promueve el esfuerzo. Basta con la sopa boba del amparo social.
Homo sapiens (ma non troppo) cada vez se mueve menos. Anda cansado, dolorido, desanimado y catastrofista, a pesar de que tiene todo a su alcance y no parece que esté enfermo aun cuando lo parezca.
En los viejos tiempos no se movía por enfermedad, porque había llegado el crudo invierno o porque no había bocado teórico para llevarse a la boca. La desgana tenía su justificación. Evitaba la acción inútil.
Ahora nadie sabe a ciencia cierta qué le sucede al sapiens (m.n.t.) pero no tiene buen aspecto. Algo misterioso le corroe las ganas de moverse, pone freno a la interacción con su mundo.
Los médicos no dan con las claves del origen y el remedio. De nada sirven pastillas, agujas, dietas, masajes y conjuros.
Dicen algunos que el hábitat urbano no le va bien al sapiens, que segrega humos y energías tóxicas ocultas, miasmas y estreses de todo tipo. Sostienen que los tiempos actuales generan nuevas enfermedades a las que aún no les hemos tomado la medida. Son enfermedades emergentes, misteriosas y esquivas.
El caso es que moverse duele y cansa. El cuerpo no está para trotes, ni siquiera para paseos.
Los expertos culpan a huesos, músculos, articulaciones, alimentos e infancias complicadas o a genes inadecuados, no aptos para estos difíciles tiempos de extrema facilidad.
Hay algunos que sostienen tímidamente que todo el problema está en la cabeza, que allí se cocina todo… en el cerebro.
Puede que el cuerpo no ande porque el cerebro no quiere y teme que lo haga. Prefiere tener al individuo encamado y quieto. No necesita correas ni barreras. El cerebro dispone de la percepción, un recurso misterioso que consigue que el individuo navegue por donde el cerebro decide. De ese modo consigue que tengamos hambre y sed aun cuando estemos grasientos e inundados y dolor y cansancio aun cuando no nos hayamos herido ni esforzado.
Cerebro y movimiento. Cerebro y ganas de moverse. Sistema de recompensa. Cultura. Aprendizaje. Neuronas, circuitos, memorias, predicciones, errores, vidas truncadas absurdamente, miedo…
De todo eso pretende ir el curso de Granada. Ver el problema desde otra mirada, más allá de músculos y esqueletos.
Dejar las sábanas y volver al cerebro de la sabana africana ancestral.
Gracias Arturo!!! Que manera de presentar el curso!! Así da gusto… moverse.
Héctor